La duda obsesiva:¿Por qué no puedo tomar desiciones?
- Daniela Moscona
- 7 abr
- 4 Min. de lectura

Los pacientes me enseñan mucho. Hay comportamientos que, cuando los observo en consulta, me dejan pensando por días. No solo por lo que significan para quien los vive, sino por lo que revelan de todos nosotros. Uno de ellos, que aparece una y otra vez, es la dificultad de tomar decisiones. Desde las más simples. Es algo muy frecuente en personas con estructuras obsesivas: ese momento en el que algo aparentemente trivial —como elegir qué comprar o cómo redactar un correo— se convierte en una batalla interna. Una parálisis que puede durar horas, días, incluso semanas. Me pareció una manifestación digna de una reflexión más puntual.
Con el ánimo de entender mejor sus razones, me puse a observar, a leer, a sentir también desde adentro. Y lo primero que apareció fue una obsesión con la perfección. La mente obsesiva no solo busca decidir bien, sino encontrar la decisión perfecta. La compra ideal. La frase exacta. El momento justo. ¡Qué tortura! Para mí esa perfección, al menos aquí en la tierra, no existe. O no de la forma en que la imaginan. Entonces me pregunté: ¿de dónde habrán sacado esa idea?
Yo, personalmente, tengo una concepción más platónica de la perfección. Me parece que pertenece a otro plano —llámese conciencia, logos, dios o como cada quien quiera llamarlo— y que, cuando baja a esta tierra, lo hace como reflejo, como intento, como versión aproximada. Nunca como perfección misma. Y sin embargo, muchos de mis pacientes pasan horas —literalmente— buscando a Dios en una tostadora o en una palabra un correo que van a enviar. Y me pregunto: ¿qué están buscando realmente? ¿Qué representa esa compra perfecta, esa decisión sin fisuras?
Escuchando con más atención, aparece lo que está en el fondo: el miedo. Miedo a fallar, miedo a equivocarse, miedo a arrepentirse. Y entonces me hago otra pregunta: ¿por qué esto, que es tan humano, se convierte en un problema clínico? Porque el obsesivo no se permite errar. No puede. Como si el error no fuera una consecuencia del vivir, sino una prueba de su inadecuación esencial. Como si equivocarse fuera una condena. Hay ahí una exigencia imposible: ser infalible. Y esto no aparece de la nada: muchas veces, este mandato interno de infalibilidad se construye en una historia donde equivocarse tenía consecuencias reales o simbólicas importantes.
Quizás fue un entorno crítico, inestable o simplemente exigente, donde el amor, el reconocimiento o la seguridad parecían depender de hacer todo bien. Así, el error se vuelve insoportable no por lo que implica en el presente, sino por lo que representa emocionalmente: un eco del pasado. Hay allí una exigencia desmedida: ser infalible. Y eso, como bien sabemos, es una tarea imposible. Pero también profundamente solitaria.
Y en el fondo, lo que mis pacientes obsesivos buscan no es tan distinto de lo que queremos todos: estar bien, ser felices, vivir tranquilos. Solo que el camino que han tomado para lograrlo está lleno de reglas, repeticiones, cálculos y control. Un camino inteligente, sí. Pero también agotador.
No quiero decir que esto sea exclusivo de ellos. Todos, de alguna forma, llevamos dentro un poco de esta lógica. Todos hemos dudado de más, todos hemos comparado hasta el hartazgo decisiones que no merecían tanta energía. Pero el obsesivo lo lleva a un extremo. Lo magnifica. Y ahí, el síntoma se convierte en lupa: nos muestra algo humano en escala aumentada.
La vida moderna, además, les ha tendido una trampa perfecta: la sobreinformación. Nunca tuvimos tantas opciones, tantos tutoriales, reseñas, foros, opiniones. Y sin embargo, nunca fue tan difícil decidir. No importa si se trata de una tostadora, un abrigo o unas vacaciones. No es lo que se elige: es lo que se juega en la elección. Y ahí aparece la duda… y con ella, la parálisis.
He visto a pacientes pasar semanas —sí, semanas— investigando una compra. Consultan, comparan, revisan, vuelven a empezar. No buscan simplemente una buena elección: buscan aquella que les garantice que jamás se van a arrepentir. Pero ese lugar, lo sabemos bien, no existe. No hay algoritmo que garantice una elección sin resto. Y aun así, la búsqueda continúa.
Y lo curioso es que esta búsqueda se vuelve también una forma de castigo. Porque si bien parece una protección, termina siendo una tortura. La espera, la duda, la vida detenida. Siempre hay un miedo detrás. Miedo a perder, a errar, o simplemente a repetir un viejo dolor. Muchos crecieron en entornos donde el dinero era escaso, o donde equivocarse era peligroso. Hoy, aunque las condiciones hayan cambiado, siguen obedeciendo al viejo mapa. Al mandato silencioso de no fallar.
Entonces me pregunto: ¿cuál es la alternativa?
Murakami, con su claridad simple y luminosa, dice algo que me encanta: que hay que aprender a trabajar con lo que hay. Que si en la despensa solo queda un pescado y dos ingredientes inconexos, uno no espera el manjar perfecto. Uno cocina con eso. La vida, queridos, es eso también. Decidir no es encontrar lo perfecto. Es crear con lo disponible. Es arriesgar sin garantías.
A mí me ayuda pensar también en una escena de El día que Nietzsche lloró, de Yalom. Hay un personaje obsesionado con una mujer. Pasa casi toda la novela atrapado en sus pensamientos. Hasta que el terapeuta, ya al final, le lanza una pregunta que lo desarma —y que a mí nunca se me olvidó—:
¿Qué harías con todo ese tiempo si no lo perdieras en la obsesión?
La pregunta, por brutal que suene, es necesaria. ¿Cuánto tiempo han entregado ustedes al intento de encontrar lo que no se encuentra? ¿Cuánta vida quedó en pausa por miedo a equivocarse?
No pretendo, con esto, que dejen de dudar. La duda no es el problema. El problema es quedarse a vivir en ella. Lo que deseo —con honestidad— es que puedan decidir incluso con la duda rondando. Que no suspendan la vida esperando una voz que diga "esta es la decisión correcta".
Porque en el fondo, todos podemos ser obsesivos con algún tema. Pero ustedes, que lo llevan al extremo, nos enseñan algo: lo que pasa cuando la duda, en lugar de protegernos, nos gobierna. Y también —por suerte— que se puede elegir sin certezas. Que hay vida después del error. Y que no todo tiene que ser perfecto para valer la pena.
Con cariño,
Dani
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